Hace poco días leí un artículo que me animó a escribir esta columna, y el reciente suicidio de varias figuras públicas reforzó esa necesidad. El subtítulo del texto decía: “Hablemos de la depresión”. Tengo varios familiares cercanos, amigos y colegas que han batallado con la depresión, y entiendo la importancia de poner sobre la mesa que es una enfermedad mental que debe ser tratada como cualquier otra dolencia. Debe haber una política pública para atacarla, que incluya protocolos de atención y campañas de información para que se conozcan sus síntomas, su tratamiento y cómo se debe comportar el entorno del paciente.
La OMS define la depresión como “trastorno mental frecuente que se caracteriza por la presencia de tristeza, pérdida de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y falta de concentración”.
El caso más cercano que he tenido y del que he aprendido lo que sé de esta enfermedad es el de mi hermana María Fernanda. Ella lleva 18 años luchando contra la depresión. Todo comenzó en su último embarazo. María Fernanda es una de esas mujeres luchadoras, inteligentes, capaces, tenaces y aguerridas. Durante el desarrollo de su enfermedad ha tenido largos periodos de remisión, pero también otros largos de crisis. En este tiempo, ella se graduó de profesional (habiendo comenzado a los 30 años), luego de una maestría en educación, lideró una empresa por casi tres años, logrando los mejores resultados a nivel comercial, crió y educó exitosamente a sus dos hijos (21 y 17), construyó una hermosa relación de pareja con quien lleva más de diez años, viajó por el mundo. Bajo los estándares actuales se podría decir que ha tenido una vida exitosa. A pesar de ello, hay momentos en los que no tiene ganas de vivir, y esa es la depresión.
También en estos 18 años ha tenido dos hospitalizaciones. Muchas visitas a psiquiatras, neurólogos, psicólogos, médicos generales, bioenergéticos, endocrinólogos. Le han hecho todo tipo de exámenes. Ha pasado por varias medicinas psiquiátricas. Ha tenido incontables noches de insomnio, mañanas en las que no se puede levantar, y aquí hago el énfasis en que es real y físicamente imposible para ella levantarse, llantos incomprensibles, días de desánimo, ataques de pánico, desconcentración, desespero y desesperanza.
En paralelo, la familia acompaña la travesía de su enfermedad. Primero, comenzamos con un desconocimiento total y muchos prejuicios. Se piensan, y demasiadas veces se dicen, sin ningún resultado positivo, frases como “debería poner de su parte” o “si se esforzara más se sentiría mejor”. De esto no se trata. Luego, dependiendo de cómo evolucione la recuperación, hay diferentes etapas que no siempre son secuenciales. Existen momentos de comprensión, apoyo, acompañamiento, otros de frustración o resignación, y algunos angustiosos de miedo y desesperanza. La depresión no solo afecta a quienes la padecen, tiene un alto impacto en quienes conviven con ellos.
Hay recientes esfuerzos en poner de manifiesto la necesidad de hablar de las enfermedades mentales y poner de moda a los psiquiatras. Necesitamos volver igual de común una visita al odontólogo o al médico general que una al psiquiatra. El año pasado los príncipes de Inglaterra lideraron una campaña para elevar la conciencia del pueblo británico sobre este problema y lo hicieron de manera personal: hablando de su experiencia con situaciones traumáticas, como la muerte de su madre.
Con esta columna quiero continuar con la invitación que hacía el artículo que me motivó a escribirla y extenderla a todos quienes la lean: ¡hablemos de depresión!