Ser funcionario público en Colombia no es tarea fácil. Aunque varios estudios sugieren que el salario promedio del empleado público en nuestro país supera al del empleado del sector privado, no resulta así para todos los niveles de responsabilidad.
Quienes conforman la base de la pirámide encuentran en el sector público una mejor opción salarial, mientras que aquellos que ostentan posiciones de liderazgo son mejor compensados en el sector privado.
Un caso extremo es el de los altos ejecutivos de las corporaciones, cuyos salarios superan muchas veces los de los dirigentes de la administración pública.
El anterior panorama parecería enmarcar un sistema teóricamente funcional, regido por un balance entre paternalismo estatal y altruismo individual.
La sociedad decide pagar un poco más del salario de mercado a casi todos los funcionarios que estén dispuestos a representar sus intereses desde lo público.
La excepción la constituyen los puestos de responsabilidad media y alta, en los que la sociedad remunera con un salario inferior al del mercado, pero compensa dignidades inmateriales como la satisfacción y el prestigio asociado a liderar causas que beneficien a la sociedad en su conjunto.
El modelo se rompe cuando externalidades de cualquier tipo distorsionan la decisión entre lo público y lo privado.
En el caso de Colombia, aparte del costo de oportunidad salarial, el empleado público con perfil directivo padece otros desincentivos que previenen a buena parte de los mejores profesionales de trabajar para el Estado.
El primero de ellos es un riesgo legal, que en Colombia no es menor.
La fe en la función pública se deteriora cuando los técnicos resultan crucificados en escándalos políticos. Un segundo ejemplo es la absurda directriz del Estatuto Anticorrupción en la cual se prohíbe la llamada ‘puerta giratoria’.
Con esta medida, el funcionario estatal se encuentra impedido por dos años para ocupar puestos de responsabilidad privada en el sector con el que se relacionó desde su ejercicio público.
El primer punto, de ser coyuntural, resultaría menos preocupante. El segundo es mucho más complejo.
La prohibición de la ‘puerta giratoria’, que es una dinámica natural del mercado laboral, impide que a los cargos directivos de la administración pública lleguen los especialistas. Quien lleve toda la vida trabajando en un sector, difícilmente aceptaría ser dirigente público si esta dignidad le implica interrumpir su carrera posteriormente o abandonar el área en el cual ha construido su experiencia.
En mi opinión, el Estatuto Anticorrupción es otro ejemplo de bienintencionadas medidas regulatorias que terminan causando perjuicio a la sociedad. El desarrollo de Colombia pasa, necesariamente, por el reclutamiento de los mejores funcionarios públicos, pero la estricta prohibición de la ‘puerta giratoria’, en ocasiones, cerrará las puertas del Estado para los funcionarios especialistas que no puedan asumir tan enorme costo de oportunidad. ¿Podemos confiar nuestros destinos a quienes tengan poco por perder?