Las cajas de compensación familiar, como hoy las conocemos, nacieron en 1957. Al país lo gobernaba una Junta Militar, la misma que firma el decreto de su creación. El general Rojas Pinilla había caído víctima, entre otras, de la presión social de los estudiantes y, en particular, de aquellos muertos por el régimen. Cuatro años después de su incruento golpe de Estado, se iría, como se van todos los dictadores: con la pena que fundó su gloria de prestado.
Colombia era, en ese entonces, un país inequitativo, no tanto como ahora, pero casi. Que no es poco. La violencia política lo había desangrado hasta límites inconcebibles y había sembrado las condiciones objetivas de un levantamiento social de grandes proporciones. Vino el Frente Nacional. Un acuerdo para no matarnos más. Y compensar a los desposeídos. La alternancia del poder, gracias a un pacto que lindaba con una nueva hegemonía, pero ahora bipardistista, había reducido, es cierto, la violencia política, pero no había resuelto las diferencias sociales de base, ni el acceso de las clases populares, a lo que los sajones, décadas atrás, habían llamado el Welfare State, la vuelta de tuerca esencial que había transformado el liberalismo clásico en liberalismo moderno.
Es en ese contexto en que nacen las cajas. Son una iniciativa gremial, al principio, de subsidio y, luego, de compensación. Fueron, desde su origen, un tercero. Los empresarios desconfiaban del Gobierno como agente único del cambio social. Y el Gobierno les daba la razón. Y, de otra parte, si los aportes llegaban directamente a los trabajadores, se perdía la oportunidad de estructurar un sistema de subsidio familiar desde un ente que cumpliera el papel del Estado, pero que, sin serlo, solo que estuviera regulado por este. Como lo estamos. A ello se añadía la necesidad imperiosa de instruir en modelos técnicos de educación a las clases que tenían el papel de mover el incipiente aparato productivo e industrial.
Ha pasado más de medio siglo. Los críticos de las cajas, por desconocimiento o ideología, han visto en ellas un ente que hay que revisar. Revisar es siempre un verbo bienvenido. En cualquier actividad humana. Pero soslayan (quizás porque no tienen su control) su enorme impacto social. Su institucionalidad. En todos los órdenes de la vida social, la cultura, la salud, la recreación, la vivienda y la educación, las cajas han cumplido un papel innegable en la construcción de una sociedad menos inequitativa. Creo, por el contrario, que su invento ha demostrado muchas cosas, entre las que destaco dos.
En primer lugar, que trabajadores y empresarios (que, a su vez, son trabajadores) puedan sentarse en la misma mesa de un consejo directivo sin verse como antagónicos per se, y la segunda, que, más allá del evidente cambio de las circunstancias y la difícil transformación de una sociedad como la nuestra, no parece que lo que funciona bien y cumple su objeto misional, haya que cambiarlo. Sería un error.
Juan Carlos Bayona
Rector del Colegio Cafam