Cuando el pasado 5 de mayo la Organización Mundial de la Salud declaró concluida la pandemia asociada al covid-19, se cerró oficialmente un capítulo traumático para la humanidad. El retorno a viejos hábitos, da la impresión de que la realidad cotidiana de ahora se asemeja mucho a la de antes del coronavirus.
Una mirada más detallada, sin embargo, revela que los desafíos no son los mismos y que los coletazos de lo sucedido se seguirán sintiendo en múltiples campos tan diversos como política, globalización o cambio climático. Y la economía tampoco es ajena a lo ocurrido.
Además del repunte de la inflación que tomará un tiempo adicional y no pocos esfuerzos en regresar a niveles similares a los de la mayor parte de este siglo, quizás el impacto más duradero se sentirá en las cuentas públicas de la mayoría de los Estados. Así quedó claro en un seminario organizado recientemente por el Fondo Latinoamericano de Reservas (FLAR), en donde se habló de un asunto que está más presente en el radar de los economistas: el de la consolidación fiscal y la creación de espacios para poder responder a futuras necesidades.
El término hace referencia a cómo ajustarse de manera gradual después de un choque de carácter extraordinario, que obligó a los gobiernos a tomar medidas extremas. Como es bien sabido la pandemia ocasionó una contracción económica significativa que afectó los ingresos provenientes de impuestos, al tiempo que se hizo obligatorio asumir gastos inesperados, tanto para fortalecer los sistemas de salud como para mitigar el golpe causado por la parálisis en consumidores y empresas.
Más allá de entrar a discutir las recetas adoptadas, las estadísticas muestran que la norma durante la época del covid-19 fue un aumento significativo en los déficits fiscales y en los niveles de deuda pública. En el caso de esta última, el Fondo Monetario Internacional afirma que su volumen llegó a ser equivalente al 100 por ciento del Producto Interno Bruto mundial en 2020, 16 puntos porcentuales más que un año atrás.
Con la reactivación, las cosas mejoraron rápidamente. La combinación de mayores ingresos públicos y reducción en los gastos permitió, por ejemplo, que el indicador de deuda sobre PIB bajara a 92 por ciento en 2022.
No obstante, el regreso al punto de partida puede tomar décadas en la medida en que aparecen otros retos. Para citar un caso notorio, el reciente incremento en las tasas de interés internacionales aumenta el costo de emitir bonos para remplazar a los que se vencen, lo cual disminuye el margen de maniobra de los gobiernos que buscan comportarse de manera responsable.
Circunstancias como la mencionada vuelven más difícil el ideal de contar con cierto espacio fiscal para reaccionar si aparece un imprevisto. Contar con un “colchón” que ayude a amortiguar impactos en materia sectorial o de consumo resulta clave en un mundo lleno de incertidumbres.
Y esa preocupación es muy similar independientemente de la geografía. Eso quedó en evidencia durante el evento del FLAR en donde se escucharon presentaciones sobre los países que integran la Asean (acrónimo en inglés de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) y los de América Latina.
De acuerdo con el economista Luke Hong, resolver el acertijo de mejorar las cifras fiscales y contar con mayor libertad para salirle al paso a nuevos obstáculos se vuelve más complejo por factores como el alza en los precios de las materias primas que sienten con más fuerza las familias más vulnerables. “Mitigar saltos en el precio de combustibles o alimentos también tiene ramificación en el propósito de contener la inflación”, explica.
Por su parte, Óscar Valencia del Banco Interamericano de Desarrollo, señala que la región latinoamericana se ha movido en general hacia los objetivos de normalización y consolidación fiscal. Respecto al primero, los saldos en rojo de los gobiernos cayeron de manera importante en 2022, debido a una combinación de menores gastos y mayores ingresos.
En lo que tiene que ver con el segundo la intención de poner la casa en orden es amplia. De hecho, 84 por ciento de las naciones del área cuentan con un plan en ese sentido, si bien los instrumentos y los ritmos de cada uno son particulares.
Vale la pena recordar que es clave mantener la rienda corta en estos asuntos. Según cifras del BID, la deuda total de América Latina asciende a 5,8 billones de dólares, es decir el 117 por ciento de lo que produce la economía regional en un año. Y en el caso de la deuda pública el dato es 70 por ciento del PIB, unos 8 puntos porcentuales por encima del nivel de antes de la pandemia y 15 más de lo que es considerado prudente.
Sin desconocer que lo hecho permitió superar la emergencia sanitaria de mejor manera, el peso de las mayores acreencias es importante y amenaza con convertirse en un lastre en el crecimiento durante lo que queda de la década. Valencia señala que el peso del servicio de la deuda en siete países de la zona equivale a más del 5 por ciento del PIB.
Por tal motivo, la senda debe encaminarse hacia la reducción paulatina de los déficits fiscales y eventualmente de los niveles de deuda. La adopción de reglas fiscales que establecen metas es importante, al igual que la mejora en la eficiencia del gasto, que podría significar hasta el 4 por ciento del PIB, según el Banco Interamericano de Desarrollo.
Además, está la necesidad de que suban los ingresos públicos, algo que no necesariamente tiene que ver con elevar los impuestos, sino con el combate a la evasión o la ampliación de la base tributaria. Si se diseñan bien los cambios, estos pueden ser progresivos mientras se evita que caiga la inversión pública en áreas como infraestructura o se recortan programas que disminuyen la desigualdad.
Aquí el desafío es poder modular los ajustes, para que estos no pequen ni por exceso ni por defecto. No menos importante es el llamado a que la política fiscal se complemente con la política monetaria y que todo suceda de manera gradual, sin perder de vista la meta de que la deuda sea sostenible, tanto ahora como en lo que pueda traer el futuro.
RICARDO ÁVILA
Especial para Portafolio