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Internacional

19 jun 2020 - 10:23 p. m.

‘La economía es demasiado importante para dejársela a los economistas’

Portafolio publica conclusiones del último libro de los nobel de economía, Esther Duflo y Abhijit Banerjee,‘Buena economía para tiempos difíciles’.

Nobeles

Somos conscientes de que el hecho más notable de los últimos cuarenta años es el ritmo de los cambios, los buenos y los malos.

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Portafolio
19 jun 2020 - 10:23 p. m.

El año pasado, la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Economía a tres investigadores por sus abordajes experimentales sobre pobreza: Michael Kremer, Abhijit Banerjee y Esther Duflo. 

(Los ganadores del premio Nobel de Economía 2019). 

Estos dos últimos escribieron este libro, ‘Buena economía para tiempos difíciles’ sobre, en sus propias palabras, “donde la política económica ha fallado, donde la ideología nos ha cegado, sobre dónde y por qué la buena economía es útil, en especial en el mundo de hoy.

(Los diez últimos ganadores del Premio Nobel de Economía). 


Banerjee y Duflo abordan y revisan el estado del arte acerca de las problemáticas más acuciantes de la economía contemporánea: inmigración, globalización y guerras comerciales. pobreza e inequidad, cambio climático y crecimiento.

La “buena economía” del título es la que se construye con datos y en contra de la ideología.

(Banerjee, una vida dedicada a combatir la pobreza). 


Para Banerjee y Duflo, los eonomistas “son como fontaneros, resolvemos problemas con una combinación de intuición basada en la ciencia, suposiciones apoyadas en la experiencia y mucho ensayo y error”. 

***

La economía imagina un mundo de dinamismo incontenible. Las personas se inspiran, cambian de trabajo, pasan de hacer máquinas a hacer música, lo dejan todo y recorren el mundo. Los nuevos negocios nacen, crecen, fracasan y mueren, y los sustituyen ideas más brillantes y oportunas. La productividad crece con ritmo destacado, las naciones se enriquecen. Lo que se hacía en las fábricas textileras de Manchester se traslada a las de Bombay y luego a Birmania, y tal vez, un día, a Mombasa o Mogadiscio. Manchester renace como una Manchester digital, Bombay transforma sus fábricas de textiles en viviendas caras y centros comerciales, donde quienes trabajan en las finanzas gastan sus sueldos recientemente hinchados.

Las oportunidades están por todas partes, esperando a que los que las necesitan las descubran y aprovechen.

Como economistas que estudiamos los países pobres, hace mucho tiempo que sabemos que las cosas no funcionan así, al menos en los países donde hemos trabajado y hemos pasado nuestro tiempo. El aspirante a migrante bangladesí se muere de hambre en su aldea con su familia en lugar de enfrentarse a la incertidumbre de buscar trabajo en la ciudad. El ghanés que busca empleo se queda en casa preguntándose cuándo le caerá del cielo la oportunidad que él o ella creía que su educación le garantizaba. El comercio cierra fábricas en el Cono Sur de Suramérica, pero llegan pocos negocios nuevos que ocupen ese lugar. Con demasiada frecuencia, parece que el cambio beneficia a otra gente, a personas invisibles, inalcanzables. Quienes pierden su puesto de trabajo en las fábricas de textiles de Bombay no podrán comer en esos restaurantes relucientes. Tal vez sus hijos puedan dedicarse a servir, un trabajo que por lo general no quieren.

De lo que nos hemos dado cuenta durante los últimos años es que esta también es la historia de muchos lugares del mundo desarrollado. Todas las economías son rígidas.

Por supuesto, hay diferencias importantes. En Estados Unidos los pequeños negocios crecen con mucha mayor rapidez que en India o México, y los que no consiguen prosperar se cierran, lo que obliga a sus propietarios a seguir adelante. Los de India, y en menor medida los de México, parecen atrapados en un lugar y tiempo concretos, y ni crecen para convertirse en el próximo Walmart ni se abandonan por algo más prometedor. Pero este dinamismo estadounidense esconde enormes variaciones geográficas. Los negocios cierran en Boise y surgen en la floreciente Seattle, pero los trabajadores que perdieron su trabajo no pueden permitirse mudarse a Seattle. Ni quieren hacerlo, puesto que tendrían que dejar atrás gran parte de lo que valoran —amigos y familia, recuerdos y lealtades—. Pero a medida que los puestos de trabajo buenos desaparecen y la economía local cae en picada, las opciones son cada vez peores y la ira se acumula. Es lo que está ocurriendo en la antigua Alemania del Este, en muchas zonas de Francia que no son grandes ciudades, en el corazón del Brexit y en los estados republicanos de Estados Unidos, pero también en grandes áreas de Brasil y México. Quienes son ricos y tienen talento entran con agilidad en los rutilantes centros del éxito económico, pero demasiadas personas tienen que quedarse fuera. Este es el mundo que engendró a Donald Trump, Jair Bolsonaro y el Brexit y que producirá muchos más desastres a menos que hagamos algo al respecto.

Y, sin embargo, como economistas del desarrollo también somos muy conscientes de que el hecho más notable de los últimos cuarenta años es el ritmo de los cambios, los buenos y los malos. La caída del comunismo, el auge de China, la reducción a la mitad, y de nuevo a la mitad, de la pobreza del mundo, la explosión de la desigualdad, el auge y la recesión del VIH, el enorme descenso de la mortalidad infantil, la difusión del ordenador personal y el teléfono móvil, Amazon y Alibaba, Facebook y Twitter, la Primavera Árabe, la propagación del nacionalismo autoritario y las catástrofes medioambientales inminentes; hemos visto todo eso en las últimas cuatro décadas. A finales de la década de 1970, cuando Abhijit daba sus primeros pasos para convertirse en economista, la Unión Soviética aún imponía respeto, India averiguaba cómo parecerse más a ella, la extrema izquierda adoraba a China, los chinos adoraban a Mao, Reagan y Thatcher empezaban su asalto al estado de bienestar moderno, y el 40 por ciento de la población mundial vivía en una pobreza extrema. Mucho ha cambiado desde entonces. Mucho lo ha hecho para mejor.

No todos los cambios fueron premeditados. Algunas buenas ideas simplemente progresaron, algunas malas también. Algunas transformaciones fueron accidentales; otras, la consecuencia imprevista de otros hechos. Por ejemplo, el aumento de la desigualdad fue, en parte, el lado negativo de una economía rígida, que hace que sea mucho más lucrativo estar en el lugar correcto en el momento adecuado. A su vez, el aumento de la desigualdad financió un auge de la construcción que creó empleos para los trabajadores no cualificados en las ciudades del mundo en desarrollo, abriendo el camino a la reducción de la pobreza.

Pero sería equivocado subestimar hasta qué punto el cambio estuvo dirigido por medidas políticas: la apertura de China e India a la empresa privada y el comercio, la reducción radical de los impuestos a los ricos en Reino Unido, Estados Unidos y sus imitadores, la cooperación global para luchar contra las muertes prevenibles, la priorización del crecimiento sobre el medioambiente, el fomento de la migración interna a través de mejoras en la conectividad o su disuasión debida al fracaso de la inversión en espacios urbanos habitables, el declive del estado de bienestar pero también la reciente reinvención de las transferencias sociales en el mundo en desarrollo, etcétera. Las políticas son poderosas. Los gobiernos tienen poder para hacer un bien enorme, pero también para infligir un daño importante, de la misma manera que lo tienen los grandes donantes privados y bilaterales.

Muchas de esas políticas se basan en buena y mala economía (y, en general, en las ciencias sociales). Los científicos sociales escribieron sobre la absurda ambición del dirigismo de estilo soviético, la necesidad de liberar al genio empresarial en países como India y China, la posibilidad de una catástrofe medioambiental y el extraordinario poder de las redes de contactos mucho antes de que esto fuera evidente para todo el mundo. Los filántropos inteligentes pusieron en práctica buenas ciencias sociales cuando presionaron para que se donaran fármacos antirretrovirales a los pacientes con VIH del mundo en desarrollo, para asegurar que las pruebas se generalizaban y salvar millones de vidas. La buena economía prevaleció sobre la ignorancia y la ideología cuando garantizó que en África las mosquiteras de cama tratadas con insecticida se regalaran y no se vendieran, reduciendo así en más de la mitad las muertes infantiles por malaria. La mala economía apoyó los grandes regalos a los ricos y la reducción de los programas sociales, estableció la idea de que el Estado es impotente y corrupto y que los pobres son vagos, y facilitó el actual punto muerto de desigualdad explosiva e inercia furiosa. Una economía de miras estrechas nos dijo que el comercio es bueno para todo el mundo y que el crecimiento rápido se daba en todas partes. Solo era cuestión de esforzarse más y, además, valía la pena todo el dolor que esto pudiera suponer. La economía ciega ignoró la explosión de la desigualdad en todo el mundo, la creciente fragmentación social que la acompanó y el inminente desastre medioambiental, retrasando la acción, tal vez de manera irrevocable.

Como escribió John Maynard Keynes, que transformó las políticas macroeconómicas con sus ideas: «Los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son normalmente esclavos de algún economista difunto. Locos con autoridad, que escuchan voces en el aire, sintetizan su delirio a partir de algún escritorzuelo académico de hace unos años». Las ideas son poderosas. Las ideas impulsan el cambio. La buena economía por sí sola no puede salvarnos. Pero sin ella, estamos condenados a repetir los errores del ayer. La ignorancia, las intuiciones, la ideología y la inercia se combinan para darnos respuestas que parecen plausibles, prometen mucho y previsiblemente nos traicionarán. Como, por desgracia, la historia nos demuestra una y otra vez, las ideas que al final triunfan pueden ser buenas o malas.
Sabemos que, en la actualidad, parece que la idea que gana es que permanecer abiertos a la inmigración destruirá inevitablemente nuestras sociedades, a pesar de todas las pruebas que indican lo contrario. El único recurso que tenemos contra las malas ideas es estar atentos, resistir la seducción de lo «obvio», ser escépticos con los milagros prometidos, cuestionar las evidencias, ser pacientes con la complejidad y honestos acerca de lo que sabemos y de lo que podemos saber. Sin esa vigilancia, los debates sobre problemas complejos se vuelven eslóganes y caricaturas, y el análisis de las medidas políticas se sustituye por remedios de charlatanes.

La llamada a la acción no es solo para los economistas académicos; es para todos los que queremos un mundo mejor, más juicioso y más humano. La economía es demasiado importante como para dejársela a los economistas.


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