Las empresas siempre tienen una estrategia. Sea ella deliberada o accidental, lo que las compañías hacen en su cotidianidad refleja sus escogencias. Y al igual que la cultura, ese direccionamiento estratégico va tomando forma sobre la marcha, incluso por inercia cuando no hacemos una pausa para volverlo explícito e intencional. Curiosamente, he observado que en las empresas en las cuales la estrategia es muy dinámica, y su evolución sucede de manera poco formal y más bien circunstancial o inercial, es menor el riesgo de que se vuelva obsoleta.
Paradójicamente, la formalidad a veces juega en contra. Hay empresas que tienen una estrategia explícita, construida de manera estructurada e intencional con un equipo gerencial, la cual por distintas razones se vuelve obsoleta. Esa estrategia formal, que no se actualiza, deja de ser esa guía para la cotidianidad en tanto las personas no recurren a ella, a la vez que genera ruidos y tensiones ya que los equipos ejecutivos observan que el direccionamiento estratégico dice una cosa pero en realidad ellos están haciendo otra. Más grave aun cuando los indicadores e incentivos mueven a la fuerza a los equipos hacia la estrategia obsoleta pese a que sus integrantes tienen claro que deberían estar haciendo otra cosa por el bien de la empresa.Las causas de la obsolescencia estratégica son variadas. Cuando la estrategia no es explícita, sino tácita, es más complicado detectar sus brechas para actualizarla oportunamente. Así mismo, las empresas que tienen como cultura conversar de la estrategia una o dos veces al año, en inmersiones largas y desgastantes, adolecen de otros espacios para vigilar su pertinencia. En ellas, dado el modelo, las personas llegan a aborrecer tales espacios por inútiles.
La falta de tiempo para estudiar el entorno o interactuar con sus actores claves, a fin de incorporar a la estrategia sus señales, también alimenta el riesgo de desactualizarse, al igual que enfocar la atención de manera miope en referentes equivocados ignorando a los demás. Hay también limitaciones culturales, como la excesiva aversión al riesgo que ancla la estrategia dilatando su actualización, sumadas a posibles deficiencias de recursos que trascienden el deseo de moverse a un nuevo horizonte.
Una estrategia obsoleta tiene costos tangibles. Es común que áreas y negocios de la empresa empiecen a generar estrategias fragmentadas y aisladas, para responder a su realidad, creando un ambiente de confusión e incoherencia. Esa falta de claridad genera desconfianza, y a las pérdidas económicas y de competitividad se pueden sumar la de talento.
Tal y como sucede para muchos de los retos humanos, conversar de manera frecuente y transparente es el antídoto para la obsolescencia estratégica.
CARLOS TÉLLEZ
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