El pasado viernes el presidente Iván Duque y su comitiva sufrieron un execrable atentado en el aeropuerto de Cúcuta. Afortunadamente el ataque armado al helicóptero presidencial no cobró ninguna víctima. Menos de dos semanas atrás, las instalaciones de la Brigada 30 del Ejército en la capital nortesantandereana habían sufrido la explosión de un carro bomba, con un saldo de 36 heridos.
El ataque no solo es merecedor del rechazo unánime de todos los sectores políticos, sociales y económico, sino también constituye la máxima señal de alerta frente al deterioro de la seguridad.
A la par de llevar las investigaciones de estos hechos a sus últimas consecuencias y de tomar acciones contundentes en esta región, es momento de dar los giros necesarios en el equipo del gobierno para reforzar las políticas de seguridad nacional y urbana.
Son múltiples los frentes de deterioro que cubren tanto secuestros y acciones terroristas de grupos fuera de la ley en zonas como el Catatumbo como el incremento de los robos y asesinatos urbanos.
Ahora tras el paro nacional, la seguridad en ciudades como Bogotá y Cali también ha empeorado en medio de amenazas al transporte público, zozobra en los barrios, agresiones contra mujeres, extorsiones y muertes. Crece en círculos políticos poderosos y con atracción en la juventud una visión más tolerante y permisiva del vandalismo y de la criminalidad, que están detrás del escudo de las legítimas demandas sociales.
Si bien responden a distintos fenómenos, la seguridad nacional y ciudadana necesitan del Gobierno Nacional un abordaje drástico y una revisión críticas de las medidas, las estrategias y los tomadores de decisión.
Uno de los componentes imprescindibles del esfuerzo de la administración Duque en su último año de gestión debe ser precisamente el quiebre de estas tendencias de deterioro. Sería grave que la inseguridad regresara como un factor disruptor de la recuperación social y económica, así como de la necesaria estabilidad política hacia el año electoral.
FRANCISCO MIRANDA HAMBURGER
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