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En defensa de la institucionalidad (II)

La revisión de la gestión de recursos demuestra que la Federación De Cafeteros multiplica los aportes de los productores con regalías de uso de marca.

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En la entrega anterior discutí la necesidad de tener en cuenta argumentos que permitan un debate más balanceado sobre el papel de las instituciones cafeteras. En esa ocasión, mencioné el mercado y la gobernanza de la cadena de valor, el papel de los intangibles en generar valor colectivo y el rol que juega la presencia comercial institucional en el mercado local. Hoy, trato los temas empresariales y de negocio, productividad, y contribución cafetera.

Comencemos con la acusación de la ‘falta de visión’ de la Federación, que se menciona ligeramente en diferentes medios. Se reclama que Colombia debería ser el proveedor primordial de café tostado en el mundo y Juan Valdez la marca más exitosa del planeta. Aunque estos son deseables objetivos, son inmensamente complejos. Para empezar, es importante reconocer que Colombia se ha ganado el nombre de país ‘cafetero’ gracias a la Federación, que en una época de mercado controlado le apostó a la maximización de la prima del café colombiano por la vía de la creación de demanda de café de calidad mediante la adopción de estándares de exportación y programas de comunicaciones. En contraste, es excepcional encontrar ejemplos similares en el mundo en desarrollo o industrializado, en el cual productores agrícolas se unan para consolidar una gran reputación, reconocimiento y recordación por su producto. En los debates de política agrícola en otras latitudes a nadie le parece obvio que los productores de cebada o trigo del mundo desarrollado deberían contar con su propia línea de cervecerías o de panaderías. A los cafeteros se les juzga diferente. También se reclama no haber comprado acciones de Starbucks, con recursos del Fondo Nacional del Café. Aun si ese mito urbano fuese cierto, una inversión especulativa en su momento habría sido posiblemente ilegal y objetada por la Contraloría. Muchos de esos críticos, expertos en lo que ya aconteció, seguramente no compraron acciones de Starbucks o de Microsoft en los años noventa, o Amazon y Google hace unos años. Le exigen a la Federación haber tenido la actitud de un inversionista privado dispuesto a tomar riesgos que ellos mismos seguramente no tuvieron, incluso en las industrias en que se precian de ser especialistas.

Otro tema recurrente es la baja productividad de Colombia, entendida como el rendimiento promedio por hectárea. La teoría económica sugiere que la competencia genera las condiciones para mejorar la productividad, y claramente los cafeteros colombianos desde hace años enfrentan unos precios de mercado de competencia. Además, la dispersión en materia de productividad es bastante amplia en el país, con cafeteros altamente eficientes y otros muy ineficientes, escondidos detrás de un promedio que actualmente está por encima de la media global. Las herramientas o el paquete tecnológico para una mayor productividad están, en otras palabras, a disposición de los productores. Es una situación similar a la que puede ocurrir en Brasil, donde los agricultores de arábica del Cerrado Minero tienen rendimientos muy superiores frente a los del Triángulo Mineiro o del norte de São Paulo.

Muchos de los críticos utilizan para sus conclusiones promedios que incluyen los años desastrosos del fenómeno de ‘La Niña’ y de la pandemia de roya en Colombia, que redujeron el rendimiento por hectárea promedio a niveles alarmantes. Se olvidan de reconocer la increíble labor de la Federación en la recuperación de la productividad a través del programa de recuperación de la producción que cambió la estructura de variedades –resistentes a la roya– y de edad de los cafetales, doblando la eficiencia de las plantaciones en apenas cinco años y beneficiando a centenares de miles de cafeteros pequeños. Ese programa, apoyado por los gobiernos de Uribe y Santos, es hoy referente mundial para cultivos perennes y motivo de admiración a la Federación por otros países productores. Desafortunadamente, esta discusión pierde vigencia actualmente, cuando el indicador de productividad más relevante es el trabajo, recurso escaso en el campo colombiano. ¿Para qué –se preguntan muchos productores–, incrementar la productividad por hectárea si no hay con quién recoger la cosecha?

También se habla del costo de la contribución cafetera, y su mayor costo relativo en situaciones de bajos precios. El sistema de contribución fija fue impulsado por los exportadores, que buscaban evitar los “cambios en las reglas de juego” asociadas con la contribución variable. En cuanto al monto de los recursos y su uso, muchos de los críticos simplemente ignoran los informes de gestión de la entidad. La revisión de la gestión de recursos demuestra que la Federación multiplica los aportes de los productores con regalías de uso de marca, con cooperación internacional, con clientes y con diferentes fuentes adicionales de financiamiento.

Con todo, es también necesario recordar que esta no es una discusión solo económica para economistas. Sabemos que Colombia es un país complejo, con todo tipo de violencia, donde el Estado simplemente no hace presencia efectiva en amplias zonas del territorio y la propiedad y el bienestar rural son originadores de inestabilidad. Los estudios han demostrado que donde hay presencia del Servicio de Extensión de la Federación hay menos violencia. La presencia de comités de cafeteros elegidos localmente es otra forma poderosa de institucionalidad democrática en el campo. Incluso este activo institucional es también inmensamente valioso para distribuir incentivos o subsidios, sin ningún costo administrativo. Los estudios relevantes muestran que el desarrollo va de la mano de la confianza en las instituciones, y flaco favor le hacemos al país buscando deteriorarlas, en lugar de mejorarlas. Y campo para mejoras siempre habrá, vale aclarar, porque no estamos hablando de una institución perfecta.

Luis F. Samper
Director de 4.0 Brands

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