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Análisis

Viva Francia, el socialismo ha muerto

El anacronismo es una dolencia muy común en la izquierda militante, que permanece atrapada en contradicciones históricas superadas.

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En medio de la epidemia de insensatez política a la que ha conducido la reacción populista contra la globalización excluyente, los franceses no caen en la tentación facilista e ignorante del nacionalismo que aqueja los poderes anglosajones y detienen al Frente Nacional de Marine Le Pen. Pero el triunfo de Macron no es solamente la derrota de ese nacionalismo populista, sino también del Partido Socialista, en lo cual parte de los votantes por Macron reconocen las realidades de la globalización que imponen las reformas que los socialistas resultaron incapaces de gestionar.

Una interpretación simple, y válida en términos generales, es que 1/3 de los franceses votaron contra Le Pen: contra la insensatez hacia la Unión Europea, contra el nacionalismo económico engañoso e inconducente que se ha apoderado de Estados Unidos y el Reino Unido, así como en contra de la xenofobia. Y otro 1/3 votó por los valores democráticos liberales afirmados por la UE y por apertura a la realidad contundente de la globalización, incluida las migraciones. Seguramente, en una sociedad como la francesa, que conserva los valores socialdemócratas de la justicia económica y social, al punto de ser presa de uno de esos sindicalismos anacrónicos que no se ha enterado de que hubo globalización y no se ha percatado de la competencia china, los votantes que apoyan las reformas necesarias para que Francia pueda competir en este nuevo escenario, no llegaran a ese 1/3.

Francia no es Alemania, donde el gobierno socialdemócrata de Schroeder logró concertar un crecimiento de los salarios acorde con el de la productividad en un contexto de economía social de mercado, en el cual la cooperación a todos los niveles se traduce en competitividad colectiva. Pero Francia tampoco es Estados Unidos o el Reino Unido, en donde un populismo nacionalista económico mentiroso tiene seducidas las multitudes con promesas imposibles, reñidas con las realidades, en el primer caso, comerciales productivas y tecnológicas de la globalización; o en segundo, de una integración plausible en (aceptable para) la UE.

El otro derrotado es, junto con el populismo nacionalista, el Partido Socialista. En un sentido, esto es un brote de realismo frente a la imposibilidad de conservar rigideces y privilegios insostenibles en condiciones actuales de competencia global, a menos de que, como en Alemania, ellos sean sostenidos por muy altos niveles de productividad, gestionados de forma concertada entre empresarios y trabajadores, con base en la innovación tecnológica; lo cual mantiene la ventaja de la producción diferenciada de calidad que posibilita los márgenes capaces de financiar los niveles europeos de bienestar social. Pero la derrota de los socialistas franceses refleja un proceso continental de debilitamiento de la socialdemocracia en parte, y, paradójicamente, por su éxito, el cual ha hecho que sus logros en equidad sean vistos hoy en las sociedades europeas como convenciones sociales obvias (consideradas en EE. UU. comunistas); y en parte por su incapacidad de responder a la combinación de exposición a la competencia global (con la excepción de la Alemania de Schroeder y el Reino Unido de Blair), con el cambio del paradigma tecno-productivo-competitivo hacia la flexibilización posindustrial, con la crisis financiera del 2008 y con la crisis fiscal del Estado de Bienestar agudizada por la crisis y el salvamento de bancos que requirió. Después del suicidio de Renzi, en Italia, y el de Cameron (con su social conservatism) en el Reino Unido mucho depende de que Francia logre sostener niveles de bienestar socialdemócrata sobre la base de adelantar las reformas necesarias, lo cual le puede resultar virtualmente imposible de gestionar a Marcron.

Más generalmente, la suerte de la socialdemocracia en Europa depende de su capacidad de reformarse, adaptándose a la actual fase de la globalización que, con la contundencia de la realidad tecnoproductiva, hace aparecer tan vacuas y engañosas las promesas de Trump a los trabajadores industriales de los sectores tradicionales del american rust belt como las ilusiones de la base política sindical de la social democracia europea. El laborismo inglés como fuerza política relevante no solo fue enterrado por el ‘thatcherismo’ de Blair, sino también por la ceguera dogmática de Corbyn y el núcleo militante que lo sostiene como líder.

No hay vuelta atrás a las condiciones de desarrollo industrial que permitieron la construcción del Estado de Bienestar, y este debe reformarse hacia la requerida flexibilización (tecnoproductiva y laboral) si quiere sobrevivir la competencia global. El anacronismo es una dolencia muy común en la izquierda militante, que permanece atrapada en contradicciones históricas superadas, lo cual puede conducir a horrores como el de Venezuela, por falta de comprensión de las leyes más básicas de la economía y de las condiciones de la competencia global en la actual fase de la globalización. Ojalá la aristocracia sindical francesa lo entendiera así, y las fracciones políticas ayudaran similarmente a frenar el extremismo frexit en las próximas elecciones.

Ricardo Chica
Consultor en desarrollo económico.

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