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Análisis

La contrarreforma en materia de fusiones y adquisiciones

Dada la trascendencia social que tienen los negocios, y en particular las empresas, es entendible que el Estado busque regularlas para armonizar el interés de lucro de sus accionistas.

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En el siglo XVI, en su obra clásica El Leviatán, Hobbes se refirió a los negocios como la salus populi (la ‘salvación del pueblo’), calificativo que podría sonar ostentoso, pero indudablemente cierto. Los negocios crean valor y generan todo tipo de externalidades que, cuando son llevados a cabo de manera responsable, contribuyen al bienestar social.

Sin embargo, dada la trascendencia social que tienen los negocios, y en particular las empresas, es entendible que el Estado busque regularlas para armonizar el interés de lucro de sus accionistas, con los intereses de la comunidad en la cual desarrollan sus actividades. Estas regulaciones, buscan limitar el ámbito de libertad que tienen las compañías para desarrollar sus objetivos en aras de proteger a la comunidad de actividades que potencialmente podrían perjudicarla y, en particular, se ha puesto la lupa sobre el tamaño de las empresas y su capacidad para aumentar su tamaño mediante fusiones y adquisiciones.

En virtud de ello, la libertad empresarial en materia de fusiones y adquisiciones (M&A, por sus siglas en inglés) ha venido siendo limitada con célebres leyes como la Sherman Act (sobre monopolios) o la Glass-Steagall Act (que no permitía la concentración de banca comercial y banca de inversión) en Estados Unidos, o en el caso colombiano, la Ley 155 de 1959, o la más reciente Ley 1340 (ambas sobre integraciones empresariales) solo por nombrar las más conocidas. Aunado a lo anterior, la actividad empresarial en sí, también se volvió ampliamente supervisada por el Estado, quien a través de, principalmente las superintendencias, ha venido ejerciendo control de acuerdo con la industria o actividad económica que desempeñan.

Lo anterior resulta obvio si se quieren prevenir debacles empresariales y sociales. Sin embargo, es importante que en su labor misional el Estado no entorpezca la actividad empresarial al punto que desincentive las fusiones y adquisiciones, en particular, las economías de escala y alcance que con ellas se logran, lo cual redunda en el beneficio de la organización, sus usuarios y el público en general. Esta preocupación resulta legítima al revisar la, cada vez mayor, cantidad de autorizaciones que se piden para llevar a cabo este tipo de transacciones, y lo que es peor, la desarticulación que existe en la regulación de cada entidad de control frente las mismas.

Desde mediados de los años noventa, el Estado optó activamente por controlar las operaciones de M&A, y determinó que las entidades de supervisión debían autorizar este tipo de transacciones cuando eran realizadas por sus supervisados. No obstante, en su afán regulatorio, y con poca técnica legislativa, muchas de estas normas se expidieron sin tener en cuenta los distintos factores que pueden rodear este tipo de operaciones, y se decidió someter a autorización previa la totalidad de las integraciones, con limitadas excepciones.

Lo anterior tuvo como consecuencia que muchas de estas entidades, las cuales carecían (y carecen) de la capacidad técnica que se requiere para analizar de manera eficiente las operaciones de M&A, se enfrentaran a una avalancha de solicitudes de autorización.
Podría sonar exagerado, pero no es extraño ver transacciones en las cuales las entidades de supervisión tardan meses, incluso años, en autorizar operaciones que, por su naturaleza misma, requieren llevarse a cabo en periodos cortos de tiempo.

Sin embargo, por fortuna para los empresarios y las mismas entidades de supervisión, se ha venido gestando una ‘contrarreforma’ al interior de estas, las cuales, luego de tener que analizar cientos de transacciones de este tipo, han logrado entender algo que se le escapó al legislador y al gobierno cuando decidieron intervenirlas y casi asfixiarlas, que no todas las operaciones de M&A deben ser objeto de autorización. Esto se debe a que, por las características de la operación, de quienes la quieren realizar o del mercado, hay muchas integraciones que, puesto que no ponen en riesgo a la comunidad en general, no deberían ser objeto de autorización.

A raíz de ello, las entidades de supervisión han venido promulgando circulares externas, en las que se contemplan regímenes de ‘autorización general’ en virtud de los cuales una transacción que cumpla con los requisitos que en ella se establecen, se entiende autorizada sin que se requiera adelantar el trámite frente a la autoridad respectiva. Esto ha permitido que el grueso de las integraciones se entiendan autorizadas, y que solo aquellas que en verdad puedan generar externalidades que afecten materialmente a la comunidad o a la economía, sean analizadas. Adicionalmente, esto libera la carga de trabajo de los funcionarios que tienen que analizarlas, permitiendo que se concentren en aquellas que verdaderamente deberían requerir autorización.

El problema de esta contrarreforma es que no avanza a la misma velocidad en todas las entidades de supervisión, en las que encontramos que todavía existen algunas en las cuales todas estas transacciones deben ser autorizadas. Esto genera desgastes administrativos innecesarios y desincentiva la actividad de M&A en aquellas industrias cuyas entidades de vigilancia se resisten a renunciar a su condición de ‘gran hermano’ y continúan asfixiando la salus populi.

Santiago Miramón
Miembro del Comité LSE Alumni.

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